Las historias que nos contamos
- Ana Cristina Zamora
- 12 nov
- 5 Min. de lectura
Desde la psicología, la experiencia humana puede entenderse en buena medida como una construcción narrativa: somos seres que organizamos experiencias, emociones y decisiones en relatos coherentes para entender quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Esas historias —personales, familiares y culturales— median nuestra identidad, dan sentido a lo vivido y orientan nuestras acciones. Vale la pena explorar como funcionan esas narrativas: las historias fundacionales, las historias familiares, la centralidad de la narrativa para el sentido vital, y por qué la claridad en el propósito y el sentido de eficacia son pilares para una vida psicológicamente más plena.
Identidad: el yo como narrativa
La identidad no es un objeto fijo; es un proceso dinámico que se construye y reconstruye a través del tiempo. En psicología narrativa, la identidad se ve como una historia que integra eventos, valores y roles en una trama coherente. Esta coherencia hace posible que la persona responda a la pregunta “¿quién soy?” con continuidad: alguien con un pasado, una línea de desarrollo y expectativas sobre el futuro. Cuando las piezas de la vida encajan en una narrativa comprensible, se reduce la ambivalencia y se refuerza la estabilidad emocional.
Sin embargo, la identidad también puede volverse rígida o limitada si la narrativa es demasiado cerrada: etiquetas fijas (“soy siempre el fracasado”, “siempre soy el fuerte”) restringen la posibilidad de cambio y la adaptación. Por eso replantearse el significado de las etiquetas con las que nos definimos muchas veces implica reelaborar nuestra historia, a encontrar nuevas interpretaciones de eventos pasados y a abrir posibilidades para futuros distintos.
Historias fundacionales: el origen que marca el rumbo
Las historias fundacionales son acontecimientos o interpretaciones tempranas que configuran el sentido básico sobre uno mismo y el mundo. Pueden ser experiencias aisladas —un rechazo escolar, el reconocimiento de un maestro, una mudanza— o relatos transmitidos por otros que dotan de significado a esas experiencias (“en mi familia siempre hemos sido trabajadores”, “tuvo que luchar desde pequeño”). Estas historias funcionan como marcos de referencia: explican por qué se actúa de cierta manera y qué se espera del entorno.
Psicológicamente, las historias fundacionales tienen un poder especial porque tienden a enlazarse con emociones intensas y a formar parte de la memoria autobiográfica central. A menudo actúan como guiones que predicen comportamientos futuros y que filtran la información nueva para que encaje con la narración previa. El reto consiste en identificar cuáles de estas historias limitan el crecimiento y cuáles pueden ser re-significadas para ofrecer alternativas de crecimiento.
Historias familiares: el relato que crea la identidad colectiva del clan
La familia es una fábrica de historias. Los relatos familiares —anécdotas repetidas en reuniones, expectativas transmitidas por generaciones, secretos y mitos— moldean identidades y orientan decisiones. Estas historias funcionan como mapas culturales internos: indican qué comportamientos son valorados, qué emociones son aceptables y cómo se resuelven los conflictos. Por ejemplo, una familia que enfatiza el logro puede transmitir relatos de esfuerzo y sacrificio, mientras que otra que prioriza la unión puede narrar episodios de apoyo mutuo ante la adversidad.
Las historias familiares también pueden incluir narrativas disfuncionales: patrones de culpa, victimización o negación. Cuando los relatos parentales están teñidos de vergüenza o de culpa, los hijos incorporan esas perspectivas, lo que puede limitar su sentido de autoeficacia o su tolerancia a la frustración. Parte del trabajo de crecimiento personal está en distinguir entre las historias que heredamos y las que elegimos, para poder conservar lo valioso y modificar lo que causa daño.
La narrativa como encuadre que da sentido
El significado que le damos a la experiencia es una necesidad humana básica. Sin una narrativa coherente, la vida se siente fragmentada, azarosa y angustiante. Las historias que nos contamos permiten organizar el caos, conectar eventos dispares y proyectar metas. A través de la narrativa, interpretamos fracasos como aprendizajes, pérdidas como transiciones y elecciones como coherentes con un proyecto vital.
La construcción de sentido no es solo interpretación cognitiva; es también emocional. Una narrativa que integra el sufrimiento dentro de un propósito mayor reduce la desesperanza y facilita la resiliencia. Por ejemplo, alguien que enmarca una enfermedad grave como una experiencia que le enseñó prioridades y fortalezas puede encontrar mayor bienestar que quien la ve únicamente como azar cruel sin significado.
Propósito de vida: claridad que orienta
Tener una visión en el propósito de vida significa contar con una dirección sostenible y valorada que da sentido a las acciones diarias. El propósito no necesita ser una gran misión heroica; puede ser una serie de objetivos con significado personal (cuidar a la familia, contribuir a la comunidad, desarrollar una habilidad). La investigación psicológica muestra que contar con un propósito está asociado a mejor salud mental, mayor persistencia ante la adversidad y mayor bienestar general.
La narrativa personal es el vehículo para descubrir y sostener el propósito. Cuando la historia que nos contamos incorpora un norte claro, resulta más fácil tomar decisiones coherentes y priorizar. Por el contrario, la ambigüedad narrativa genera dispersión: se multiplican los intentos sin dirección y se experimenta insatisfacción. En terapia o en procesos de reflexión personal se trabajan preguntas centrales: ¿qué me importa realmente?, ¿qué legado quiero dejar?, ¿qué actividades me conectan con un sentido profundo? Responderlas permite moldear una narrativa orientada y con carga motivacional.
Sentido de eficacia: creer que nuestras acciones cuentan
El sentido de eficacia —la convicción de que nuestras acciones producen efectos— es un componente esencial de la narrativa adaptativa. Si la historia personal presenta al sujeto como incapaz de influir en su entorno, la motivación se erosiona y aparecen la pasividad y la resignación. En cambio, historias que incluyen episodios de agencia, aprendizaje y logro alimentan la confianza y la resiliencia.
La autoeficacia se construye mediante pequeñas victorias integradas en la narrativa: superar un miedo, completar un proyecto, reparar una relación. Estos episodios refuerzan el relato de que “puedo hacer cosas que importan”, creando una espiral virtuosa. En la práctica clínica y educativa, se busca diseñar experiencias que permitan acumular esas pruebas de eficacia y reescribir la historia interna hacia una versión más activa y competente.
Integración: cómo reformular las historias que nos contamos
Reformular la propia narrativa no significa negar el pasado sino reinterpretarlo para ampliar posibilidades. Algunos pasos prácticos, basados en enfoques terapéuticos, son útiles:
Hacer un mapa autobiográfico: identificar episodios clave, historias repetidas y su impacto emocional.
Detectar temas dominantes: victimización, logro, abandono, pertenencia.
Buscar contranarrativas: eventos o cualidades propias que contradigan la historia limitante.
Reescribir con intención: incorporar metas y valores claros que orienten la trama hacia el futuro.
Practicar la acción coherente: diseñar pequeñas metas que sostengan el nuevo relato y demuestren eficacia.
Revisar la narrativa familiar: identificar los hilos conductores que mueven a la familia, promoviendo aquellos que nos permiten crecer y resignificando los que generan obstáculos.
Las historias que nos contamos constituyen el tejido fundamental de la vida psicológica. Desde las historias fundacionales y familiares hasta la construcción de propósito y sentido de eficacia, la narrativa organiza la identidad y guía la conducta. Trabajar conscientemente en nuestras historias —identificando patrones limitantes, descubriendo contranarrativas y clarificando propósitos— es una vía poderosa para aumentar la coherencia interna, la resiliencia y el bienestar. En última instancia, reconocer que somos autores (aunque también personajes) de nuestras propias historias nos devuelve una parcela de agencia: la capacidad de reescribir lo que hemos vivido para orientar con mayor libertad lo que aún está por venir.






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